-No sé por qué había una vez estábamos solas, mi madre y yo. Los demás no estaban; no sé si habían muerto o dónde se habían ido, pero nosotras ahí, todo el día ocupadas en los quehaceres de la huerta, lavando los rábanos recién desenterrados, vigilando que no se anegaran con el riego las lechugas cuando venía mucha agua de la acequia desde donde ellas bebían, y de ahí a chapotear al agua y otra vez a la huerta, y yo tras ella econtrándome con sus ojos sólo cuando obligada por algún quehacer se inclinaba hasta quedar a mi altura. Trataba yo entonces de escudriñar en su mirada la razón de ese incensante ajetreo, pero era sólo un instante; al momento ya estaban sus ojos altos, fijos otra vez en algún punto al que yo no alcanzaba. En ese ir y v...